Rubro 3
08 . 04 . 2023

Marc Jean Dourojeanni: Profesor emérito Universidad Nacional Agraria, La Molina, Lima, Perú.

La expresión “proteger la Amazonía” es muy usada pero su significado no es claro. Usando la terminología ambiental actual, equivaldría a no aprovecharla o a no usar sus recursos de modo directo. Si se trata de usarla y protegerla al mismo tiempo, se estaría hablando de conservarla. La diferencia entre ambos conceptos es sutil pues éstos han variado con el tiempo y con quienes los aplican. Por eso, dan lugar a confusiones. Proteger implica no tocar el ecosistema para asegurar su integridad y por ende su buen funcionamiento original y obtener la plenitud de sus beneficios. La herramienta más conocida para hacerlo son las áreas naturales estrictamente protegidas, como los parques nacionales, que solo soportan visitas o turismo pero que se justifican económicamente porque, además de mantener la diversidad biológica, proveen servicios ambientales esenciales. Conservar, en cambio, es usar bien la naturaleza, con el menor impacto ambiental razonablemente posible.

Conservar es, pues, lo que debe hacerse en todas partes, fuera de las áreas verdaderamente protegidas. Se supone que resulte de aplicar el concepto de “desarrollo sostenible” que se debe realizar a través de todas las actividades humanas. El problema es que el desarrollo sostenible no pasa de ser una bella utopía, como confirman las evidencias de todo el mundo acumuladas en las últimas tres décadas. Lo más que se ha conseguido asegurar, con mucho esfuerzo, es un desarrollo más durable o más sensato y, eso, apenas en casos y lugares específicos. La prueba más visible de que el desarrollo sostenible tiene dificultades insalvables es el fracaso de todas las medidas decididas en docenas de acuerdos internacionales para, por ejemplo, frenar el avance del cambio climático, proteger los mares y océanos, reducir la eliminación de sustancias contaminantes o evitar la pérdida de especies. Y, claro, en ningún parte, excepto en el país más desarrollado del mundo, se ha conseguido poner coto a la deforestación. Pero Noruega prohibió la tala de bosques naturales cuando éstos prácticamente ya habían desaparecido.

Entonces ¿qué hacer en la Amazonía? La respuesta es obviamente una combinación armoniosa de proteger y conservar. Es decir, proteger lo que aún es natural y conservar, o sea, usar sabiamente o durablemente, lo que ya ha sido ocupado o, mejor dicho, antropizado. No hay mal en usar el concepto de desarrollo sostenible si se acepta su limitación. Cualquier uso directo de la naturaleza tiene consecuencias. Ejemplos son la agricultura, la pesquería o la minería. No existen formas o técnicas para que esas indispensables actividades humanas no impliquen cambios profundos en los ecosistemas afectados que, inevitablemente reducirán sus beneficios ecosistémicos. Las actividades económicas pueden ser más o menos “amigables” al ambiente, pero inevitablemente tienen impactos. Mientras más intensamente se aplique el concepto de conservación, usando las mejores opciones de desarrollo sostenible, menores serán las consecuencias ambientales negativas… pero nunca deja de haberlas.

En la Amazonía hay que hacer lo mejor posible a partir de su realidad.  En ella hay poblaciones pobres que, como las del resto del mundo, aumentan y necesitan de más tierra para asegurar su sustento y mejorar su calidad de vida. Eso, inevitablemente mermará los bosques y otros ecosistemas amazónicos. También es obvio que ese crecimiento tiene un límite. Se trata, pues, de definir el punto de equilibrio entre el desarrollo económico propuesto y el mantenimiento del bioma amazónico. Es el punto a partir del cual la transformación del bioma en áreas antropizadas comienza a limitar tanto los servicios ambientales indispensables que la merma de estos comienza, a su turno, a frenar la economía y la calidad de vida. Dicho más simplemente, es el punto a partir del cual el desarrollo económico se muerde el propio rabo y que, por tanto, no puede crecer más y, peor, ni siquiera consigue mantenerse.

¿Es posible establecer ese límite en el caso de la Amazonía del Perú? Sí es posible. De hecho, en esa región ya se deforestó tanto (no menos de 12 millones de hectáreas, más de cuatro veces el área cultivada) que esa tierra permite obtener todo lo que la Selva y el Perú necesitan para su desarrollo económico por varias décadas. Eso sin cortar más árboles.  Por otro lado, grosso modo, la mitad de la Selva peruana está incluida en áreas naturales protegidas y en tierras indígenas y otra cuarta parte es del dominio forestal del Estado. El destino del resto está indefinido o está cubierto de agua.  La parte deforestada ya debe alcanzar más de 16% de la Selva e incluye la agricultura, la minería y las estructuras urbanas o viales y se encuentra en parte sobre las tierras forestales, las tierras indígenas y hasta sobre las áreas protegidas.

A simple vista, puede parecer que si un poco más de la mitad de la Selva es área protegida y tierra indígena ya se ha logrado un balance razonable de protección versus conservación o uso sostenible. Pero eso no refleja la realidad. En efecto, las tierras indígenas no son áreas protegidas. En ellas hay una población muy pobre que crece y que está muy lejos de cubrir sus necesidades básicas. Es, pues, evidente que en ellas van a expandirse las actividades económicas, aunque se espera que apliquen criterios conservacionistas y, quizá, que parte de ellas sea realmente protegida por los propios indígenas. Por otro lado, más de la mitad de las “áreas protegidas” son de uso directo en las que, como su nombre lo indica, existen poblaciones crecientes y donde se desarrolla agricultura, se explota el bosque y se caza y pesca. En estas áreas se aplican, en teoría, principios conservacionistas, pero no proteccionistas.

El balance es que menos del 15% de la Selva peruana está realmente protegido en forma de parques nacionales y otras pocas categorías integralmente preservadas. Eso es insuficiente para garantizar el mantenimiento de los servicios ambientales y la integridad de la diversidad biológica. Claro que, en las demás áreas, como los bosques públicos, las tierras indígenas y en las categorías menos estrictas de áreas protegidas, también se debe y se puede preservar la naturaleza, pero, definitivamente, lo hacen de modo más limitado y en ellas eso no está garantizado en el mediano ni en el largo plazo. En conclusión, cuando se habla de la protección de la Amazonía es preciso llevar en cuenta la definición del término. Y, para tener la seguridad de un futuro más estable, es preciso aumentar el porcentaje estrictamente preservado del paisaje amazónico, para lo cual aún hay posibilidades en las áreas forestales públicas. Pero esa ventana de oportunidad no durará mucho.