Marc Dourojeanni:
Profesor emérito de la Universidad Nacional Agraria de La Molina, Lima, Perú.
La Fundación Peruana para la Conservación de la Naturaleza (Pronaturaleza) tiene una larga tradición de colaboración con los pueblos originarios de la Amazonía. Esta comenzó en 1983, es decir desde un año antes de su propia creación formal, asistiendo a los nativos machiguenga de Tayakomé, en el Parque Nacional del Manu que por entonces mantenía un puesto en esa localidad.
Pero esa relación se expandió grandemente, por ejemplo, con sus tres décadas de operaciones continuas en la Reserva Nacional Pacaya-Samiria, ayudando a las comunidades locales, incluyendo cocama-cocamilla, shipibo y conibo, a conservar tortugas de río y lagartos blancos, a aprovechar sosteniblemente palmeras y otros recursos del bosque, a manejar la pesca en las lagunas (paiche y otros) e, inclusive, a implantar ecoturismo vivencial. Y esos esfuerzos de conservación y desarrollo sostenible en conjunto con los pueblos nativos y ribereños se han diversificado a lo largo de las casi cuatro décadas de existencia de la Fundación, pasando por innumerables áreas protegidas y decenas de comunidades nativas amazónicas en todos los departamentos de la Amazonia peruana. El trabajo más prolongado se está haciendo a través de los programas de monitoreo ambiental que, desde hace dos décadas, brindan apoyo, seguridad y garantías a los pueblos indígenas potencialmente afectados por la extracción de petróleo y gas, muchos de ellos machiguenga y asháninca en el sur y achuar, urarina y quichua, en el norte.
En la actualidad, Pronaturaleza, en colaboración con la Confederación de Nacionalidades Amazónicas del Perú (CONAP), también dedica sus esfuerzos a apoyar las poblaciones indígenas con el proyecto “Economía indígena con gobernanza territorial libre de deforestación”, generosamente financiado por la Agencia Noruega de Cooperación para el Desarrollo (NORAD). Como su nombre lo indica, este proyecto quinquenal pretende promover un estilo de desarrollo verdaderamente sostenible además de consolidar la gestión en 43 comunidades indígenas, en su mayoría asháninka, machiguenga y yanesha, ubicadas en los departamentos de Junín, Pasco, Huánuco, Amazonas y Cusco. Esas comunidades están afiliadas a cinco organizaciones indígenas. La finalidad del proyecto es contribuir a limitar el cambio climático y sus efectos mediante la reducción de la deforestación previsible.
Para eso, el proyecto tiene tres objetivos bien definidos: (i) brindar a las comunidades y a sus organizaciones la capacidad de preparar proyectos y obtener financiamiento público y/o privado para su propio desarrollo, (ii) aumentar la renta mejorando la productividad de sus actividades económicas agropecuarias y forestales y, (iii) frenar la invasión y deforestación de los bosques naturales de sus territorios comunales mediante el monitoreo y control.
En esta nota no se aborda una descripción detallada de este proyecto. En cambio, se comentan las muchas opciones que están disponibles para el desarrollo sostenible en las comunidades nativas de la Selva del Perú, varias de las cuales se aplicarán en el proyecto mencionado.
El primer y más lógico uso de la parte de la tierra de las comunidades nativas que aún está cubierta de bosques es dedicarla al manejo forestal y producir, de manera sostenible, madera certificada preciosa, de alto valor. En efecto, nadie mejor que los indígenas para aprovechar cuidadosamente el bosque en el que viven y que siempre han conocido. Eso combina bien con sus habilidades y costumbres ancestrales. Por supuesto, se debe comenzar en pequeña escala, con asistencia técnica y financiera y/o con la ayuda de madereros honestos. Dos o tres comunidades indígenas contiguas pueden asociarse y tener asesoramiento conjunto y compartir equipos y maquinaria. Esto, como se demostró en la década de 1980 con un proyecto con nativos yanesha en el Palcazú, puede funcionar muy bien y ser rentable. Hay, asimismo, experiencias exitosas más recientes, especialmente en el Brasil.
Hay mucho más que los indígenas pueden hacer, en temas forestales, para mejorar sus economías e impulsar su propia calidad de vida. Por ejemplo, en las comunidades hay mucha tierra subutilizada cubierta de vegetación secundaria o purma, debido a la práctica tradicional de “roza y quema” y del llamado “descanso”. Esas largas rotaciones pueden aprovecharse para plantar especies de árboles de rápido crecimiento, como la bolaina, cuyas maderas siendo de bajo valor tienen gran demanda. Pero hay muchas otras especies de crecimiento algo más lento y de mayor valor como capirona, quinilla, yacushapana, tornillo que pueden ser aprovechadas en esas condiciones. Inclusive cedro y caoba pueden ser plantados si se hace adecuadamente para evitar el ataque del barreno de los brotes. Para eso existen técnicas bien conocidas, simples y de bajo costo. Estos árboles pueden y deben asimismo usarse en las rotaciones agroforestales. Se plantan intercalados con café o cacao y se cosechan cuando estos arbustos deben ser renovados. Obviamente, hay posibilidades ilimitadas para cosechar productos forestales secundarios como jebe y otras resinas, nueces y frutas o en el tema casi ilimitado de las plantas medicinales, ornamentales u otras para usos especiales. Entre ellas, obviamente deben mencionarse los bien conocidos casos del jebe y de la castaña.
Vale la pena enfatizar el enorme y subexplotado potencial de los bosques naturales para productos diferentes a la madera. Se insiste mucho en el aguaje pues existen centenas de miles de hectáreas cubiertas por esta especie. En realidad, esta especie está mal aprovechada pues es frecuentemente derrumbada para cosechar sus frutos y, a la vez está ampliamente subutilizada. Pero el aguaje es apenas una de las muchas palmeras útiles de la Selva. Pronaturaleza ya trabajó con indígenas de Loreto, por ejemplo, en el tema del marfil vegetal (tagua) pero, así como esa palma hay decenas más que tienen mercado local y posibilidad de ser comercializadas por lo menos, inicialmente, a nivel regional. Lo mismo ocurre con las frutas, en su mayoría subutilizadas y aún más, con las múltiples especies de plantas de interés farmacéutico. El descubrimiento internacional de las propiedades del camucamu, de la uña de gato, de la sangre de grado o del ayahuasca constituyen buenos ejemplos del enorme potencial económico de esas especies. Y hay decenas más por ser comercialmente reveladas.
La caza y la pesca, evidentemente, ofrecen muchas posibilidades si se practican bajo un manejo estricto, como lo hacían antes los propios nativos. Pero además de imponer reglas de caza se debe tener presente que es barato hacer manejo de peces en cochas, como Pronaturaleza lo ha realizado con tanto éxito en Pacaya y Samiria. Y nada impide que las comunidades nativas que no tienen cuerpos de agua natural implanten pequeñas piscigranjas con especies nativas donde los peces son alimentados con residuos de las propias cosechas. La recolección y cría de insectos es otra actividad crecientemente rentable en varios países amazónicos ya que existe un mercado internacional de insectos disecados. Lo es también la producción de miel de abejas sin aguijón y hasta de suri (larvas de coleóptero de palmeras) que se ha convertido en plato cotizado. También la producción de venenos de serpientes ponzoñosas tiene demanda asegurada. De otra parte, las áreas preservadas en cada reserva o comunidad sirven como refugios y centros de repoblamiento de la fauna silvestre.
No hay ningún motivo para que los indígenas no puedan hacer agricultura, ganadería, silvicultura o piscicultura siempre y cuando lo hagan en tierra ya deforestada o degradada. Es evidente que no es procedente que en las comunidades nativas se deforesten áreas para hacer grandes especulaciones agropecuarias, sean propias o de terceros ni tampoco entrar en la reforestación de tipo industrial con especies exóticas. El cultivo en gran escala de commodities, como soya, algodón, maíz o palma aceitera y la producción de carne bovina para exportación, es un camino muy arriesgado y sin retorno, que socavaría la cultura ancestral tanto como la lógica de que los indígenas posean grandes extensiones de bosque natural. En algunos lugares del Brasil ya comenzó la práctica de alquilar tierras o de trabajarlas asociadamente con grandes empresarios de soya y carne. El resultado ha sido una gran deforestación y poco o ningún beneficio para los indígenas.
Pero está claro que ya existe tierra deforestada en las comunidades nativas y que, a medida que crecen sus poblaciones, necesitarán más tierra para cultivar, tanto para su propia alimentación como para el comercio. En esos casos, donde el bosque original ya no volverá, la agroforestería es una opción a llevar en cuenta. Pronaturaleza ha trabajado estos temas desde hace dos décadas, especialmente con comunidades asháninka y yanesha en varios departamentos y recientemente con énfasis en Oxapampa y Atalaya. La mayoría de las comunidades nativas del nuevo proyecto citado ya cuentan con cultivos de café y cacao bajo sombra, en modalidades agroforestales más o menos intensivas. Estos cultivos deben rentabilizarse mediante técnicas apropiadas asegurando que sigan siendo ecológicamente aceptables y sostenibles. Pero no se debe ni puede descartar completamente el uso adecuado de agroquímicos en los casos en que la compensación por ser puramente orgánicos no pague el costo de producción. Y, como dicho, esas plantaciones pueden enriquecerse plantando árboles maderables de alto valor intercalados. Puede asimismo hacerse plantaciones forestales en tierras degradadas.
Aunque no hay nada en contra de plantar café (que es africano) y cacao (que es nativo) es preferible priorizar el cultivo de plantas tradicionales altamente rentables, pero poco aprovechadas. Por ejemplo, los indígenas han domesticado especies que hoy tienen una gran demanda, como las palmas huasaí y pijuayo tanto por los frutos como por el palmito y tienen docenas más, como el copoazú (cacao silvestre) o el pequí, que aún esperan ser más conocidas a nivel mundial. También es interesante continuar haciendo plantaciones de achiote, así como de marañón y cocona, entre otros frutales. De otra parte, no hay motivo para que los nativos, además de patos criollos, gallinas y chanchos no tengan vacas lecheras. Es verdad que la pecuaria de corte es muy nociva al ambiente y no es recomendable en las comunidades nativas, pero los indígenas, como todos, se beneficiarían mucho de disponer de leche para la alimentación de sus hijos.
También debe llevarse en cuenta que, en muchos casos el turismo o el ecoturismo, acompañados o no por el artesanado, son posibilidades concretas. Este requiere, como en el caso del manejo forestal y de algunas otras propuestas económicas, de capacitación y de capitales que pueden ser relativamente importantes. Ya existen varias iniciativas de este tipo, algunas en asociación con empresas de turismo y otras apenas asesoradas por organizaciones no gubernamentales. La mayoría funciona bien. Cada iniciativa debe comenzar en pequeña escala, hasta que los propios indígenas sientan que pueden dar un paso más, paso a paso.
Es decir que, para poner en marcha las actividades económicas antes mencionadas, se requiere de una estructura administrativa o de gobernanza que en general aún no existe y que debería establecerse progresivamente en las reservas o comunidades indígenas que la acepten. La asistencia técnica debe llegar a las mismas comunidades en forma permanente y estable con la finalidad de ayudar a los indígenas a ayudarse a sí mismos. Por ejemplo, asesorando a los nativos para que hagan sus planes comunales de desarrollo y para preparar proyectos de inversión de la escala apropiada, que sean realistas. Eso es parte del nuevo proyecto de Pronaturaleza con la NORAD.
Además, se debe recordar que gran parte de los territorios de comunidades nativas y reservas comunales, pero particularmente de estas últimas, tiene vocación conservacionista. Este hecho, como ya mencionado, destruye el manoseado argumento de que “hay poco indio para mucha tierra”. Si la mayor parte de la tierra bajo la custodia de los indígenas es para conservar el patrimonio de la Nación y contribuir a frenar el cambio climático global, nadie puede argumentar que “tienen demasiada tierra”. De otra parte, si estas personas van a proporcionar un servicio social tan importante, es justo que sea retribuido, pagando por lo menos su costo e, idealmente, también el valor. Esto es pura lógica. Ya se ha probado la viabilidad de esos pagamientos, en pequeña escala, cuando Antonio Brack era ministro del Ambiente. Sin embargo, eso debe convertirse en una rutina para beneficiar a quienes demuestren estar conservando el bosque, fijando carbono y favoreciendo el ciclo hidrológico. Para este fin, el gobierno debe hacer su parte asegurando el pago mediante decisiones y negociaciones firmes. Eso puede ser a través de impuestos nacionales y/o de negocios internacionales, como los que ya realizan en torno al carbono, en el marco de las discusiones sobre el cambio climático. Por eso, el proyecto comentado incluye un amplio programa de monitoreo y control a cargo de los indígenas para evitar invasiones y deforestación.
Finalmente, es indispensable brindar a los pueblos indígenas una oportunidad concreta y realista para incorporarse efectivamente a la economía nacional mediante la práctica del desarrollo durable, es decir, produciendo, pero preservando razonablemente los ecosistemas y manteniendo la esencia de su relación ancestral con el bosque. Esto, por supuesto, requiere una nueva actitud, especialmente de ellos mismos y de los responsables por la problemática indígena, pero también de políticos y de gobiernos y sus agencias y, por cierto, de los cooperantes nacionales e internacionales. Puede parecer difícil, pero está lejos de ser imposible.