La visión amplia y reiteradamente difundida por la televisión brasileña de indígenas Yanomamis, sean niños, mujeres u hombres, literalmente muriendo de hambre y de enfermedades, en todos los noticieros del Brasil, no podía dejar de evocar las víctimas de los horrendos campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial. Más aún porque la revelación de la magnitud de la tragedia ocurrió en medio de la celebración del Día Internacional en Recuerdo de las Víctimas del Holocausto (27 de enero).
Podría argumentarse que el caso no es comparable. Que los yanomamis que viven principalmente en el estado de Roraima (Brasil) y en la parte contigua de Venezuela son pocos si comparados con los millones de judíos y otros pueblos asesinados por los nazis, o que el motivo en este caso es la ambición y no el odio. Pero eso es una verdad a medias. Los yanomami son un pueblo único, aislado, de poco más de veinte mil personas y, en este caso, el desprecio y el odio racial fueron también los motivos de la masacre que, como bien han señalado muchos, tiene todas las características de un genocidio. La diferencia es que la planificación fría y metódica de los funcionarios nazis ha sido reemplazada por un comportamiento delictivo caótico. Pero la intención de extinguir a este grupo de seres humanos, así como la crueldad mostrada fueron las mismas. Y lo que es peor, en este caso el crimen de lesa humanidad se cometió en abierta violación de la Constitución y la legislación de Brasil y a pesar de la existencia de varias instituciones para prevenirlo y de múltiples advertencias y denuncias públicas de que el hecho estaba ocurriendo, todo lo cual no existió o no era posible en la Alemania de esa época.
La Tierra Indígena Yanomami fue creada en 1989 y demarcada en 1992 con 9,7 millones de hectáreas y está ubicada en los estados de Amazonas y Roraima. Incluye la mitad del Parque Nacional Pico de la Neblina y algunas otras áreas protegidas federales y estatales. La historia jurídica del espacio ocupado por estos indígenas y por esta reserva ha sido muy conflictiva. Allí viven ocho pueblos, incluidos los yanomamis, distribuidos en unas 350 comunidades. El pueblo más pequeño de la zona son los indios Ye’kwana, con poco más de 800 personas.
La extracción de oro de esta Tierra es antigua y parte de ella ha sido ocupada por colonos. A fines de la década de 1980, unos 40 000 mineros ilegales (garimpeiros) invadieron el territorio yanomani y desencadenaron una crisis sanitaria que diezmó alrededor del 14% de su población. El Estado intervino y redujo la presión, pero no la eliminó y paulatinamente volvió a crecer. En el año 2000 ya se habían deforestado más de diez mil hectáreas, que aumentaron a más de 24 mil hectáreas en 2014 y mucho más hoy. En 1989 los yanomamis rondaban los diez mil, pero su población, a pesar de los problemas, habría aumentado a unas 23 mil personas en 2016.
No se puede decir que durante los gobiernos de Lula y Dilma la situación de los yanomamis fuera buena. En realidad, a pesar de algunos esfuerzos aislados y discontinuos, el bienestar de esta población se ha ido deteriorando desde que fueron contactados y especialmente desde la construcción de la carretera perimetral norte en la década de 1970. Pero la situación peor, que tuvo su pico en la década de 1980 y a principios de los 1990 y que había sido más o menos controlada y medio olvidada, volvió con fuerza en 2020 y especialmente en 2021, año en el que la minería aumentó un 46%, afectando a alrededor de 270 comunidades indígenas de la Tierra. Obviamente, este impacto fue desigual en cada sector de la reserva debido a la presencia de mineral y al acceso. No hay duda de que, apenas se inició el gobierno de Bolsonaro, la presión de los mineros ilegales sobre la Tierra Yanomami aumentó dramáticamente, con una invasión que en 2021 alcanzó más de veinte mil individuos. Son todos hombres, muy bien equipados, con servicio de avionetas a base de pistas de aterrizaje improvisadas, flota de helicópteros, lanchas a motor, maquinaria de extracción y suministro regular de víveres y combustible y, además, muy bien armados y dispuestos a todo. Para colmo, tienden a asentarse cerca de los centros comunales indígenas, ya que, por un lado, estos se ubican en los lugares topográficamente más adecuados y, en ocasiones, ya cuentan con una pista de aterrizaje. Y, por el otro, así tienen indios para trabajar y mujeres para usar y abusar. La historia de masacres de indígenas perpetradas a balazos y machetes por mineros es enorme, así como de violaciones de niñas y niños, entre otras barbaridades. Pero, como en los campos de concentración nazis, el arma más letal para las víctimas es el hambre.
La práctica de la minería es ambientalmente diabólica. Elimina el bosque y toda la vegetación; destruye la cubierta fértil de los mejores suelos aptos para el cultivo, a lo largo o cerca de los ríos; deja innumerables pozas de agua encharcada que sirven de criadero de mosquitos, propagadores de la malaria, del dengue y de una decena de enfermedades más; destruyen físicamente los cursos de agua, especialmente si no son grandes, eliminando toda posibilidad de mantener peces; reduce severamente la disponibilidad de agua para consumo humano, agua que además está contaminada con mercurio, gasolina y aceites; hace que sea imposible cazar para comer, ya que los mineros ilegales también son cazadores deseosos de mejorar sus dietas. El resultado es, de hecho, la destrucción total del ecosistema, como queda claro en las fotografías de esa forma de minería.
Puede llamar la atención que los pueblos indígenas de la Tierra Yanomami, que aparentemente es tan grande, no pueden, cuando llegan los buscadores, cultivar, cazar o pescar en otro lugar. Pero en realidad no lo hacen porque no pueden. Según se explicó, una parte considerable de esa Tierra está protegida, donde los indígenas, como todos los ciudadanos, tienen restricciones. Por otro lado, cada comunidad tiene su lugar. La caza, la pesca y la agricultura en estas tierras pobres de la Amazonía requieren de mucho espacio… Ya están instalados en el mejor lugar, que se ha ido destruyendo poco a poco durante décadas. Y los buscadores, con sus helicópteros, drones y teléfonos móviles, están por todas partes. Realmente no hay adónde ir. Uno podría finalmente creer que los indígenas, armados con arcos y flechas y, quizá, algunas escopetas, podrían rebelarse contra sus opresores. Ya lo intentaron y eso resultó, por ejemplo, en la matanza de 16 yanomami en la comunidad de Haximu en 1993.
Los garimpeiros, en su mayoría, son gente ignorante y muchos son delincuentes y, en todo caso, son lo suficientemente inescrupulosos y ambiciosos como para embarcarse en esta forma extrema de ganarse la vida. El resto se hace a través de la presión de los pares, cuyos líderes, además, suelen estar vinculados al narcotráfico, el contrabando de armas y el tráfico de vida silvestre. Así que robar, maltratar, torturar, asesinar y violar es solo parte del juego. Más aún cuando saben que el Estado está lejano y hará la vista gorda. Más fácil, si cabe, cuando el propio presidente de la nación los defiende y alienta públicamente. Y, de todos modos, han comprado diputados y abogados bien pagados en ciudades cercanas, en la capital del estado y en el Congreso de la República para protegerlos y justificarlos.
En la parte de Terra Yanomani donde se encuentra el núcleo de la situación actual, la crisis sanitaria ha provocado, en los últimos cuatro años, la muerte de 570 personas, en su mayoría niños, por desnutrición y otras causas prevenibles, de las cuales cien fallecieron solo en 2022. La desnutrición afecta a más del 50% de los niños de la reserva. Malaria, lombrices, neumonía, entre otras enfermedades que se pueden combatir, pululan. Se estima que 11.000 indígenas en la Tierra Yanomami tienen malaria. Y el envenenamiento por mercurio es generalizado. En este momento, alrededor de 700 indígenas están siendo atendidos en hospitales y casas de apoyo, la mayoría son niños con desnutrición severa, 60 de los cuales continúan en unidades de cuidados intensivos varios días después de ser rescatados. Y el número de muertos es enorme. Las fotografías no mienten. Ante la tardía llegada de la asistencia médica, lo que vimos en la televisión fue un desfile de seres con la piel directamente colada a los huesos, incapaces de levantarse y caminar… Auschwitz en la Amazonía. O, si se quiere ser regionalista, la renovación de los horrores de la triste época del caucho.
Existe la esperanza de que la versión actual de la presidencia de Lula aborde con seriedad el tema de la barbarie contra los yanomami y les permita volver a ser libres, como lo establece la ley. Pero lo cierto es que en el Brasil la minería es un problema nacional que no se limita a las tierras indígenas y unidades de conservación. Es un cáncer amazónico, brasileño y sudamericano. El mismo problema que con variantes ocurre en todo Brasil, por ejemplo, en el Pantanal, también tiene trágicos ejemplos en Perú donde es particularmente grave en la Amazonía, pero donde existe en todo su territorio y, así mismo, en Bolivia, Ecuador, Colombia, Guayana y Venezuela. Y los países que no producen oro ilegal, como Uruguay, lo comercializan.
Por eso, este tema debe ser abordado por todos los gobiernos de la región en una acción conjunta, seria, antes de que se agrave.