Marc Jean Dourojeanni:
Profesor emérito Universidad Nacional Agraria, La Molina, Lima, Perú.
La reunión de los ocho países que integran la Organización del Tratado de Cooperación Amazónica (OTCA), complementada con una larga lista de agregados inclusive de otros continentes, terminó el 8 de agosto con la firma de la Declaración de Belém por los presidentes de los países miembros. Ese documento es el principal resultado de la llamada Cumbre Amazónica esencialmente organizada por Brasil. La Declaración de Belém contiene nada menos que 113 objetivos y principios transversales.
Creo no equivocarme al decir que nadie esperaba gran cosa de esa cumbre. Bien sabido es que ella es parte de la agenda personal del presidente de Brasil, como lo demostró su exagerado protagonismo en el evento y, siendo así, el silencio de los demás reveló, en la tal Declaración, sus reticencias a las propuestas. El resultado es deprimentemente “más de lo mismo”, en este caso agravado por no haberse siquiera mencionado temas cruciales cuyo abordaje no requiere la enorme redundancia revelada en su texto.
Entre esos temas cruciales están el impacto que las políticas de integración vial y de generación de energía electrica tienen, respectivamente, sobre los ecosistemas forestales y los acuáticos. No se escribió una sola palabra sobre esos temas, a pesar de la unanimidad en colocar esos dos asuntos como primordiales para el futuro de la deforestación y de la degradación de bosques y ambientes acuáticos en la región. Hay más… ¿dónde se quedaron las conversaciones sobre las ferrovías?, ¿y las hidrovías?. ¿Acaso no se supone que esas son opciones menos agresivas al ambiente?
Pero, de todo, lo que más impresiona es la ausencia de mención y de decisiones o recomendaciones sobre dos cifras concretas: (i) casi un tercio de la Amazonia es tierra indígena y, (ii) otro cuarto de la misma es área natural protegida. Es decir que se está hablando de más de la mitad del espacio amazónico.
Por una parte, es cierto es que se trata muchísimo de los indígenas en la Declaración. Pero no escapará a nadie, al leerlas con cuidado, que son declaraciones líricas, expresiones de buenas intenciones reiterativas y manoseadas, casi huecas. Y tampoco puede dejarse de notar que, pese a que los indígenas son responsables directos por el futuro de un tercio de la Amazonía, no hay ninguna mención concreta a cómo ayudarles a defender sus territorios, brindarles los servicios de alta calidad que merecen y, en especial, hacerles llegar la asistencia técnica y crediticia que requieren para el desarrollo en sus propias tierras.
Por otra parte, el término “área protegida” (unidad de conservación en Brasil) ni siquiera es citado en todo el texto. Es decir que, por primera vez, en un evento sobre “salvar la Amazonia” ni siquiera se menciona lo que, hasta el momento, ha sido demostradamente la herramienta más eficaz para defender el patrimonio natural de esa parte del mundo. Se le ignora completamente a pesar de que, en ninguno de los países de la región, esas áreas protegidas reciben siquiera mínimamente el apoyo indispensable para mantenerse operativas frente a las crecientes amenazas que, muchas veces, los propios gobiernos originan.
También impresiona el economicismo extremo que revela el documento escudado en la palabra mágica “desarrollo sostenible”. Eso resulta obvio, inclusive, en la mención principista contra la “proliferación de medidas comerciales unilaterales que, con base en requisitos y normas ambientales, resultan en barreras comerciales…”. Esa declaración no impide que en el párrafo siguiente se insista en que esos mismos países donantes cumplan sus ofrecimientos de financiar la conservación de la Amazonia. Leyendo con cuidado cada ítem, inclusive en la sección dedicada a la protección de los bosques, se observa que subyace la noción de usar, aprovechar, desarrollar, crecer, aumentar, producir más… “sosteniblemente”, por cierto. Nadie está en contra de eso siempre y cuando se concentre en los millones de hectáreas ya deforestadas y subutilizadas, mediante incentivos a la productividad.
Se reviven una serie de iniciativas antiguas que nunca prosperaron o que no perduraron por falta de financiamiento, como la propia OTCA, y tantas otras como las ya antiguas UNAMAZ, BIOMAZ y PARLAMAZ. No se insinúa que no sirvieron o que no pueden ser útiles. Al contrario. Pero para esperar resultados de esas iniciativas los gobernantes debieron hablar de los compromisos presupuestales de cada país. Algo que obviamente dejaron para un futuro incierto.
Aunque tampoco es nuevo. En esta ocasión, parece haberse dado más importancia a los temas de coordinación policial y, quién sabe, militar, para frenar la circulación de drogas, oro, armas y fauna silvestre. El control del espacio aéreo usado por los bandidos es muy deseable y, claro, ya se intentó más de dos décadas atrás sin éxito, pero quizá esta vez…
Aunque se diga que esta ha sido la “más inclusiva” de las reuniones pan amazónicas debe reconocerse que, pese al clamor general, los gobernantes ni siquiera consiguieron ponerse de acuerdo en una fecha para detener la deforestación ilegal. Y eso que la deforestación “ilegal” apenas depende de leyes y regulaciones que son cada día más flexibles. Si se desea evitar llegar al ya famoso punto de no retorno, lo importante es reducir o detener la deforestación, la verdadera.
En fin. Para quien acompaña esto mismo hace tantas décadas, inclusive habiendo estado personalmente muy cercano a la OTCA desde su creación, esta reunión aparte de su pompa inusual, es decepcionante. Más que las anteriores.