Rubro 3
09 . 27 . 2023

Marc Jean Dourojeanni: Profesor emérito de la Universidad Nacional Agraria La Molina, Lima, Perú.

Los antiguos peruanos desarrollaron una civilización notable y, por eso mismo, inevitablemente modificaron mucho el ambiente en que vivían. Modificar el ambiente es, obviamente necesario para la vida humana y por eso, puede parecer “bueno” o “positivo”, pero no necesariamente lo es para la naturaleza.

Una educación con aguda falta de sentido crítico ha hecho creer que antes de la llegada de los españoles todo era una maravilla en lo que hoy es el Perú. Es verdad que, con la llegada de conquistadores y colonizadores, todo empeoró por largo tiempo. Pero eso no significa que la vida precolombina estuviera exenta de problemas, incluido guerras interminables, como lo demuestra cualquier visita a la sección de armas de un museo nacional o las secuencias de torturas representadas en paredes y cerámicos. Entre todas las alabanzas al pasado prehispánico peruano, no podían faltar las referidas al trato dado al ambiente que, supuestamente, en esa época fue mejor conservado que después y que hasta el presente. Esta afirmación, como tantas otras, es una media verdad.

Población, huella ecológica, colapso

Como bien se sabe, el impacto ambiental o, si se prefiere, la huella ecológica, es una consecuencia directa de la densidad de la población humana. Hoy, con ocho billones de humanos sobre la tierra que pertenecen a una civilización global, estamos confrontando la peor crisis ambiental de la historia de la humanidad. Pero esas crisis de la relación población/recursos naturales, como lo demostrado, entre tantos otros, por Jared Diamond en su libro “Colapso ¿Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen?” (2006), se han producido en todas las civilizaciones a lo largo de la historia, al nivel de lo que era el mundo para cada una de ellas en su época. Y, sin duda, los antiguos americanos no han escapado a ellas, como parece bien demostrado en el caso de los Maya de América Central, los Nasca del Perú y los pobladores de la isla de Pascua, entre otros. Pero no todo impacto ambiental aislado, por grave que sea, provoca el colapso de civilizaciones. La naturaleza es muy resiliente. Pero, gran parte de las agresiones a la naturaleza se acumulan a lo largo de los milenios y, un día u otro, cobran cuentas dolorosas, como es el caso, ahora, del cambio climático o de la contaminación de los mares.

Lo cierto es que el mero hecho de existir civilizaciones conlleva a impactos ambientales. Cuanto mayor y más avanzada la civilización, mayor es el impacto.  La agricultura y la minería han sido las dos actividades humanas que más han transformado los ecosistemas. Para practicarlas y expandirlas se debe deforestar, quemar, nivelar, drenar, perforar, contaminar y, asimismo, se deben domesticar plantas y animales que, voluntaria o involuntariamente, se introducen al ecosistema, produciendo cambios interminables a lo largo de las cadenas tróficas y de los procesos biogeoquímicos. Y a eso hay que sumar la caza y la pesca y hasta la aparentemente inocente recolección de frutos o resinas. Y todos esos impactos se multiplicaron cuando las sociedades descubrieron el comercio y la acumulación de riqueza. Es decir, cuando los recursos se explotan para tener más y más poder. La naturaleza parece soportar ese impacto por largo tiempo. Pero, como se ha dicho, todo tiene un límite. Y, cuando este se supera, viene la crisis que, en verdad, no es ambiental sino humana, incluido el colapso.

Desarrollo agropecuario en el Perú prehispánico

Los habitantes prehispánicos dejaron huellas indelebles de sus actividades en casi todo el territorio nacional. Lo hicieron desde miles de años atrás, mucho antes de que aparecieran las grandes culturas. En efecto, las evidencias muestran que los primeros habitantes del territorio peruano hicieron uso intenso del fuego, por ejemplo, para despejar los bosques andinos en las laderas y en las planicies y, así, facilitar la caza y, más tarde, posibilitar la ganadería de llamas y alpacas. Transcurridos algunos milenios, la agricultura prehispánica alcanzó niveles de tecnificación y sofisticación que son admirados tanto en la Costa como en la Sierra y también en la Selva Alta. Eso fue consecuencia de la necesidad de atender a una población humana importante y creciente. En efecto, las muchas especulaciones sobre la población del Perú incaico varían entre un mínimo de 1,8 millones y un máximo de 31,7 millones. Las cifras más probables se sitúan entre 3 y 12 millones de habitantes.  Las innumerables evidencias del uso agrícola del territorio (aunque, por cierto, no todas ellas corresponden al periodo incaico) ratifican como más probable una población de unos 7 a 8 millones de habitantes antes de la llegada de los españoles, que es la cifra más citada. En efecto, la mera existencia de 1,7 millones de hectáreas cultivadas, apenas entre las que estaban irrigadas en la Costa Norte y las terraceadas en los Andes, es compatible con una población de ese nivel, sin mencionar las extensas tierras de secano donde se usaron otras muchas modalidades de cultivo. 

El alto nivel de la agricultura peruana precolombina está demostrado por el gran número de plantas domesticadas: nada menos que 182 especies. Entre ellas se encuentran algunas de las más cultivadas en el mundo como papa, tomate, maní y yuca, así como zapallo, maíz y frejol.  Asimismo, hay otras 1.700 que han sido utilizadas, varias de las cuales han estado en proceso de domesticación. También domesticaron o crearon, como bien se sabe, dos especies de camélidos silvestres, la llama y la alpaca, así como el cuy y una especie de pato. También fueron maestros en diversas tecnologías de conservación de alimentos, además de las que usaron para la agricultura, como la utilísima e ingeniosa chaquitaclla.

En la Costa irrigaron grandes áreas desérticas, construyendo captaciones de agua y canales hasta hoy admirados, expandiendo mucho los valles costeros y ocupando los interfluvios, donde desarrollaron una agricultura muy intensiva.  Se estima que los españoles encontraron en la Costa no menos de 700.000 hectáreas irrigadas y bien drenadas, correspondientes a los antiguos territorios Mochica y Chimú. Pero, esas obras hidráulicas se replicaban con diversas variantes en toda la costa, siendo famosos los sistemas de riego y drenaje de los Nasca y las chacras hundidas de Chilca y otros parajes. El espacio hoy ocupado por la ciudad de Lima, por ejemplo, poseía una compleja red de canales y obras hidráulicas que fueron aprovechadas y ampliadas por los españoles. Eran de tan buena calidad que son muchos los canales y otras obras de irrigación y drenaje del Perú prehispánico que aún están plenamente operativos.

El impacto del desarrollo agrícola sobre el entorno natural fue aún mayor en la Sierra, donde además de cultivar con riego todos los valles se ha registrado alrededor de un millón de hectáreas de andenes o estructuras semejantes, gran parte de estas altamente sofisticadas y asociadas con obras de riego. Pero no toda la agricultura de la Sierra era en terrazas. La mayor parte ha sido, como ahora, cultivo en tierra de secano, frecuentemente a plena pendiente, generando una erosión inevitablemente grande, que ha modificado los cursos de agua, sedimentando los ríos pero, asimismo, brindando nutrientes a estos. Y, claro, no se puede dejar de mencionar las grandes extensiones de altiplanos del sur marcados por surcos y camellones, indicando una agricultura hidráulica compleja. También implementaron diversas formas de control hidráulico de lagunas altoandinas, así como de los llamados bofedales. Además, diferentes culturas de antiguos peruanos colonizaron y desarrollaron agricultura en la Amazonia Alta del Centro, del Norte y también del Sur, ocupando un amplio territorio y ocasionando, sin duda, una deforestación significativa. El arqueólogo Federico Kauffmann Doig llegó a acuñar el término “serranización de la Selva” aludiendo a esa penetración temprana de los pueblos andinos a la Amazonia.

Los antiguos peruanos irrigaron y drenaron grandes extensiones de tierra, como en Nasca. (Fotografía: ponce.sdsu.edu)

Además de la agricultura, los antiguos peruanos desarrollaron una considerable actividad pecuaria sobre la base de camélidos. Hay autores que sugieren que, en el periodo incaico, la ganadería era una actividad más importante que la agricultura y que se extendía por unos 50 millones de hectáreas, en su mayor parte deforestadas y quemadas periódicamente para garantizar pastaje especialmente destinado a las llamas, cuya carne era motivo de gran comercio. Asimismo, por lo menos en el periodo incaico, se establecieron reglas para el manejo de la vicuña. Evidentemente, explotaron los recursos hidrobiológicos marinos y continentales de modo bastante intenso, inclusive como abono para la producción agrícola. A eso se sumó la práctica de una caza diversificada para alimentación y para otros usos en las tres regiones naturales, como lo muestran las colecciones en los museos que exhiben representaciones o despojos de animales de todo el territorio. Tanto mochicas, como chimús e incas, entre otros pueblos, aplicaron regulaciones para el aprovechamiento del guano de islas que incluía sanciones severas para quienes mataban o perturbaban a las aves. Y, finalmente, desarrollaron una minería muy significativa apuntando a oro, plata, cobre, estaño, entre otros minerales, con lo que inevitablemente debieron provocar alguna contaminación.

Las culturas prehispánicas no dejaron evidencias de que conservaron los bosques. Es indudable que los explotaron para sus construcciones, armas y herramientas, así como, obviamente, para leña. También, como se ha señalado, deforestaron mucho para expandir la agricultura y, más aún, mediante el fuego para crear pastizales. En cuanto a la vegetación costera, parece que aún era abundante durante la época de las grandes culturas de la Costa Norte y que, en el sur, era muy importantes alrededor de Ica. Sin embargo, en el caso de los Paracas, y especialmente Nasca, entre otros, existe bastante evidencia científica de que deforestaron intensamente sus bosques de huarango, lo que ha sido sugerido como la explicación más probable para el colapso de esa civilización. Cuando los españoles entraron al Cusco en 1533, encontraron sus alrededores tan deforestados que tuvieron dificultad para reconstruir la ciudad después de haber sido incendiada. En 1549, el virrey Mendoza prohibió la tala de árboles en las quebradas cercanas y en 1590 el Cabildo del Cusco dispuso la reforestación del valle del río Huatanay. El Cabildo de Lima ordenó, en 1535, que los propietarios de tierra la reforestaran con 300 sauces y otras especies debido a la carencia de árboles, y eso se repitió en varias ciudades. Los bosques ya escaseaban en la Costa y Sierra.

Por el contrario, aunque eso mismo puede confirmar la falta de árboles, es posible que en el Cusco imperial existieran plantaciones forestales en forma de alameda, además de que, como hoy, es probable que se mantuvieran y plantaran árboles alrededor de las viviendas. Según parece la palabra malki y sus derivados significa “árbol plantado”. Por otra parte, parece que ellos manejaron y cuidaron las lomas costeras para la captación de agua pues hay restos arqueológicos dentro de ellas y asentamientos al pie de las mismas. No se sabe si las culturas prehispánicas establecieron áreas naturales protegidas, como lo hicieron varias antiguas culturas de otros continentes.

Se calcula que en el norte del Perú los españoles encontraron unas 700 mil hectáreas irrigadas por los Mochica y Chimú. (Fotografía: TV Perú)

Lo escuetamente descrito lleva a dos conclusiones un tanto contradictorias. La primera es que antes de la llegada de los españoles hubo un uso intenso de los recursos y, sin duda, un considerable impacto ambiental en términos de alteración de los paisajes naturales originales y, asimismo, una deforestación muy significativa tanto en los Andes como en la Selva Alta, lo que ineluctablemente conlleva alteraciones en la diversidad biológica. Transformar montañas y desiertos en campos de cultivo per se es, un fuerte impacto ambiental incuestionablemente negativo para la naturaleza, aunque puede ser tolerado por esta hasta un cierto punto. Todas las admirables obras prehispánicas revelan la importancia de su huella en el ambiente.

La segunda conclusión es que ellos consiguieron evitar muchos de los desastres que sus acciones provocaban y que son tan conocidos de periodos históricos más recientes. Las buenas prácticas prehispánicas en temas de agricultura, entre otras, se pueden considerar pruebas de que estaban conscientes de sus propios impactos, a los que procuraron mitigar con las obras de drenaje que evitan la salinización y el anegamiento o la construcción de andenes que controlan la erosión de suelos y retienen los nutrientes. Otro ejemplo es el ya mencionado aprovechamiento y manejo o, por lo menos, la protección de aves guaneras y vicuñas.

Es decir, hay mucha evidencia de que las civilizaciones prehispánicas no trataron al ambiente de modo diferente o mejor que cualquier otra gran cultura de cualquier otro continente. Esto es, dicho sea de paso, lo que es lógico esperar del desarrollo humano.

Finalmente, todo indica que cuando los españoles llegaron al Perú en 1532 no encontraron un país con naturaleza prístina. Al contrario, la naturaleza peruana de esa época estaba probablemente tan antropizada como la propia península Ibérica.

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